Nunca le he visto la cara, no madruga, no tiene prisa por ver la luz de un día en el que la esperanza de nuevo, se desdibujará al caer el sol. Las escaleras de una antigua oficina bancaria, le bastan a esta persona para descansar cuando la noche llega. Esas son sus cuatro paredes, ese es el techo que lo cobija.
A su alrededor, paquetes de comida que la gente va dejando, cartones avejentados y mantas para sobrellevar las duras noches del invierno ourensano. Sus pertenencias se acumulan bajo una colcha a sus pies. Dos mochilas infantiles, situadas a su vera, hacen la imagen si cabe más dura.
Una mujer detiene su camino, lo observa ¿Qué pensara? Otro lo mira mientras fuma su cigarro y otros: los más, desvían la mirada ante tan dura escena. ¿Nos hemos vuelto insensibles a estas imágenes? ¿La calle recoge a cada vez más gente que ven su futuro perdido en medio de una pandemia? ¿Hacemos lo que debemos como ciudadanos para que esto no suceda? ¿Las instituciones se implican a la hora de darles una solución?
No me atreví a molestarlo, he de reconocer que me daba miedo su reacción. ¿Cómo invadir su intimidad? A la vista de todos, en plena calle, pero es su intimidad.